JERUSALÉN - Su nombre es Jonathan Pollard, tiene 66 años y el martes, por primera vez en 35 años, pisó y besó el suelo de Israel, estado para el que espió mientras trabajaba en la Marina estadounidense, protagonizando uno de los capítulos más oscuros de la sólida relación entre ambos países.
Su historia es atrapante. Corría el año 1984 y un joven analista de Inteligencia del cuerpo naval de Estados Unidos se preparaba para una reunión que cambiaría su vida y mancharía por décadas una de las alianzas geopolíticas más fuertes de la época, y de la actualidad.
Su nombre era Jonathan Pollard, un joven oriundo de Texas, de religión judía y fuertes convicciones sionistas. El encuentro era con Aviem Sella, entonces coronel de la Fuerza Aérea israelí.
El objetivo era claro: ofrecer secretos de la Inteligencia estadounidense a Israel. El resultado, tan predecible como inverosímil: 18 meses de más reuniones, llamadas, pasaportes falsos, viajes a París y Tel Aviv, múltiples personas de contacto, pagos mensuales y, sobre todo, el envío frecuente de documentos "top secret".
Miles, cientos de miles de archivos clasificados, con jugosos detalles que incluían imágenes por satélite y datos precisos sobre capacidades balísticas, de seguridad e inteligencia de países de Oriente Medio, así como códigos secretos del cuerpo naval estadounidenses, entre otras cuestiones.
¿El precio? Primero, un salario mensual de $1,500 que en febrero de 1985 aumentaría a $2,500 y que, para noviembre de ese mismo año, habría llegado a un total cercano a los $50,000.
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La aventura de Pollard, que también ofreció sus servicios como espía a países como Sudáfrica y Australia, terminó en la noche del 21 de noviembre de 1985, cuando fue arrestado por agentes del FBI estadounidense en la ciudad de Washington, tras un intento fallido de obtener asilo en la embajada israelí.
Después de una serie de idas y venidas, de negaciones y admisiones, fue condenado a cadena perpetua en 1987. Era el mayor castigo impuesto en la historia de Estados Unidos por los cargos de espionaje para un país aliado.
Su caso generó un fuerte terremoto en los vínculos entre Estados Unidos e Israel, socios desde hacía décadas y que habían rubricado años atrás un acuerdo de no espionaje.
Las autoridades, tanto militares en Tel Aviv como políticas en Jerusalén, negaron inicialmente su participación y alegaron que se trataba de una operación no autorizada, aunque años más tarde admitieron haberle pagado para espiar.
Desde entonces Israel intentó, por todos los medios posibles, conseguir un indulto que nunca llegó.
Desde Isaac Rabín a mediados de la década de los noventa hasta Benjamín Netanyahu en los últimos años, todos los primeros ministros israelíes trataron de ejercer presión para su liberación, incluyéndola incluso como requisito en negociaciones de paz con los palestinos bajo mediación de la Casa Blanca.
El caso Pollard generó también una profunda grieta entre buena parte de la población israelí, que organizó múltiples campañas en apoyo al nuevo héroe nacional, y la numerosa e influyente comunidad judía en Estados Unidos, que no tardó en arremeter contra el espía y contra Israel, por poner en riesgo su posicionamiento y credibilidad en Washington e instalar la peligrosa y temida noción de la doble lealtad.
Con el correr de los años, la figura de Pollard perdió relevancia y el mal recuerdo de su caso cedió frente a la solidez de la alianza estratégica entre ambos países.
En Israel, que le otorgó la ciudadanía en 1995, sigue siendo considerado un héroe, al punto de que su liberación en noviembre de 2015, tras treinta años preso y pendiente de cinco más en libertad condicional, fue ampliamente celebrada.
La decisión este año de la justicia estadounidense de no extender su situación de libertad condicional, que le impedía viajar al extranjero, abrió la puerta a su reubicación en el Estado judío, donde fue recibido el martes con un "bienvenido a casa" del primer ministro Netanyahu, a quien Pollard dio las gracias y le prometió que será "un ciudadano productivo".